Mil y una noches eran las que Scherezade había estado contando cuentos. Su dulce voz, dormía cada noche a sus hijos, les hacía olvidar las explosiones que a todas horas retumbaban, el polvo que constantemente tenían sobre su piel, el hambre que acribillaba sus estómagos.
Mil y una noches eran las que la gran señora había estado escuchando también esos cuentos de Scherezade. Escondida en un rincón, cubierta con un manto de pies a cabeza, dejando reflejar las ruinas en el brillo de su guadaña.
Mil y una noches eran las que la gran señora se había olvidado qué había ido a hacer allí. Perdida entre los vericuetos narrativos de Scherezade, bajo el hechizo de unos paisajes de felicidad que nunca la contadora de cuentos había conocido a su alrededor.
Tras mil y una noches, Scherezade no supo que más mundos irreales contar. Sólo pudo escuchar como el último latido de su corazón se confundía con el estruendo de una bomba.